Cae la tarde, trece hombres vestidos de riguroso luto circundan el pueblo. Sólo rompe el silencio, el tañer de una campanilla que anuncia a muerto.
Era la hora sexta cuando las tinieblas cubrieron toda la Tierra en aquel memorable día. Tal vez por eso, al llegar la tarde del Viernes Santo, un vientecillo arremolinado se levanta puntualmente todos los años a la misma hora, como presagio de agonía y muerte. Las nubes cubren el cielo y como si el pasado fuese un largo recuerdo, temblores y oscuridades, restallan misteriosamente en las bóvedas del Templo.
Durante el Sermón de las Siete Palabras, y por oída de nuestros mayores, perduran en nuestros recuerdos los gemidos y lamentos de aquel hermano más viejo que en su “quinta”, inmóvil, sentado junto al Señor, decía:
Al expirar el Redentor;
del Templo se rasgó el velo;
sol y luna se eclipsó
cuando expiró en el madero
Las nueve de la noche en punto. El pueblo se viste de luto; vuelve a cantar el tambor. Comienza el “acompañamiento”; los Consiliarios sin dudarlo, son las figuras de honor.