Desde el principio, los cristianos han deseado que sus difuntos fueran objeto de oraciones y recuerdo por parte de la comunidad cristiana. Sus tumbas se convirtieron en lugares de oración, recuerdo y reflexión. Los fieles difuntos son parte de la Iglesia, que cree en la comunión «de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia».
Para un cristiano, memoria e identidad son inseparables. La conservación de las cenizas en un lugar sagrado puede ayudar a reducir el riesgo de sustraer a los difuntos de la oración y el recuerdo de los familiares y de la comunidad cristiana. Cada persona, su existencia, es un absoluto que reclama un lugar con nombre y fecha propios. Borrar las huellas del prójimo es declararlos inexistentes. Convenimos que los restos de nuestros seres queridos sean depositados en un lugar propio y sagrado, perviviendo la cercanía con ellos, y donde sea posible expresar un amor que nace de la gratitud y la esperanza. Convertimos nuestra Casa Hermandad en este lugar donde el respeto y la veneración a los que nos han precedido forman parte de nuestra forma de entender el misterio de la muerte y la resurrección.